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miércoles, 3 de septiembre de 2014

Relatos salvajes, de Damián Szifrón





















Nuestro brillo se extingue,
somos como caballos que mueren potros sin galopar”.
Attaque 77, “Otras canciones”.

 
Relatos salvajes, tercer largometraje de Damián Szifrón es, junto con El estudiante, ópera prima de Santiago Mitre (2012), de lo mejor que ha dado el cine argentino en los últimos diez años. Más precisamente, luego de Nueve reinas (2000) y El aura (2005), ambas del difunto Fabián Bielinsky, sensible pérdida en el cine. Algo une al arte de Bielinsky, Szifrón y Mitre: un aura de vértigo, de amenaza constante retratada con esmero visual y ensamble del guion con la posición de la cámara en el oficio de narrar.

Seis relatos salvajes bajo los leitmotiv de la venganza, la paciencia y la furia. Un viaje en avión, la decisión de una cocinera, un conflicto desesperado en la ruta, el peso de la vil burocracia ante el individuo, las consecuencias de un accidente de tránsito, un casamiento.

En el film de Szifrón, la eternamente furiosa Buenos Aires se ve tan susceptible. La ciudad es un personaje relevante en la mayoría de estos relatos. De día: en su proximidad al vuelo de un avión, en las fachadas de los edificios y en las esquinas del laberinto de cemento (especialmente en el relato “Bombita” que protagoniza un brillante Ricardo Darín). De noche se aprecia su belleza cuando se ilumina artificialmente: las luces en el rostro de un ingeniero que mira la cajuela de su camioneta o cuando una novia desgraciada la mira, absorta, desde la terraza desierta de un edificio. La aplicada labor de Szifrón cuenta con los relevantes apoyos de la fotografía de Javier Julia y el montaje de Pablo Barbieri.

Szifrón expone su talento e ingenio en el manejo de climas, entre la comedia y la tragedia para la construcción del correlato del absurdo algo ya conocido en su serie de televisión Los simuladores (2002-2003) y en su segunda película, Tiempo de valientes (2005)—. Sobre el eje de este método, acompañado de humor negro y cinismo, atrapan el relato protagonizado por los actores Leonardo Sbaraglia y Walter Donado, dos personajes tan diferentes y con un destino en común en una ruta del norte argentino; la extraordinaria historia del ingeniero “Bombita”; la improvisada negociación entre un millonario desesperado, un abogado, un fiscal y un jardinero; la desaforada crítica a una institución como el matrimonio, especialmente a la ceremonia de la noche de bodas, con la osada actuación de Erica Rivas. Asimismo, en esta película se aprecian las influencias en Szifrón de directores clásicos como Alfred Hitchcock (la aversión y expresión física de la camarera y varios planos del episodio “Las ratas” recuerdan el suspenso de Marnie), Steven Spielberg (Reto a la muerte en “El más fuerte”), Martin Scorsese y Joel Schumacher (Taxi Driver y Un día de furia en “Bombita”), entre otros.

Sin innecesarios maniqueísmos ante el posible límite de una narración fragmentada en seis relatos y sin realizar una película que pueda ser fácilmente catalogada como “argentinísima” o “política y propia de los tiempos que corren” el episodio “Bombita” no es más que una extensión de la obra del inolvidable Franz Kafka; ciertas mujeres siempre preferirán el filo del cuchillo; los símbolos del vals y la torta en los casamientos llevan bastante más de cien años, Szifrón deja en evidencia que la desesperación es universal y siempre reina. Para su fortuna, Relatos salvajes reivindica el arte cinematográfico como motor narrativo. En ciertos lugares siempre será esencial la dedicada ejecución de un gran truco.




Dirección y guion: Damián Szifrón. Fotografía: Javier Julia. Montaje: Pablo Barbieri. Música: Gustavo Santaolalla. Elenco: Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Darío Grandinetti, Rita Cortese, Erica Rivas, Oscar Martínez, Julieta Zylberberg, Walter Donado. 122 minutos. 2014.




domingo, 31 de agosto de 2014

Mr. Kaplan, de Álvaro Brechner














En 1997, el judío Jacobo Kaplan deambula en la tercera edad y está desmotivado. De niño, en 1937 debió abandonar a su familia y huir en soledad del nazismo invasor en Europa. Llegó en barco a Uruguay. Según indica el guion de Brechner (basado en la novela de Marcos Schwartz), a semejante proeza no le siguió algún otro momento para destacar en una vida de clase media que devino monótona, aunque se recuerda, a modo de introducción, que Winston Churchill y Abraham fueron llamados para ejecutar sus grandes misiones entrados en la tercera edad. La misión del señor Kaplan no es divina, aunque es claramente quijotesca en su condición de picaresca (entre el desengaño y el realismo) y por el rasgo delirante de su personaje central destinado a la aventura.

En la costa uruguaya vive un huraño veterano alemán, amante del mar al que apodan el "nazi" (Rolf Becker), quien según Jacobo (Héctor Noguera) es un exrepresor nazi que huyó de Alemania rumbo a América una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, a la manera del criminal Adolf Eichmann. El plan es atraparlo y llevarlo a Israel para que sea juzgado. Pero para que la empresa sea quijotesca del todo debe haber otra característica: la inclusión de un escudero, un compañero de andanzas del caballero. Wilson Contreras (Néstor Guzzini), expolicía desencantado y separado de su esposa y sus hijos que pasa sus días jugando al flipper y tomando cerveza. Un inmejorable Sancho Panza. Uno de los puntos altos de la película es la calidad y expresividad de Guzzini como actor de comedia.

En el segundo film de Brechner —tras el celebrado Mal día para pescar (2009), basado en el cuento "Jacob y el otro" de Juan Carlos Onetti— vuelve a estar presente el talento al narrar desde una supuesta historia mínima. Los mayores aciertos del guion son el desarrollo de la aventura (el viaje del caballero delirante que lidera el camino junto a su escudero realista y dubitativo, aunque siempre fiel en la marcha), y la relación del viejo Jacobo con su familia, o, más precisamente, con su nieta Lottie (Nuria Fló, de gran actuación), el vínculo que más lo define y que supera por sí mismo la mera anécdota del relato central.

En relación con lo visual, Brechner expone su talento detrás de la cámara en varios momentos del film. Tres ejemplos: la escena en la que Jacobo se duerme en la playa bajo el rayo del sol mientras sueña acompañado por la música de los Beach Boys desde una radio portátil; el manejo del flashback (visual y del guion) que define la historia de Wilson; la recreación de los años 90 en Uruguay (la vestimenta, el chivito a 70 pesos en el bar, la cerveza Doble Uruguaya). La fotografía de Álvaro Gutiérrez se acopla en la narración y es reveladora en los planos generales de Brechner de las playas de la costa uruguaya como asimismo en los primeros planos y planos medios bajo los tubos de luz del pool donde Wilson pasa las noches junto al flipper y la cerveza.

Brechner vuelve a realizar una película íntima que se sirve de la comedia y de la tragedia por igual. El eje dramático, la composición de los personajes y sus aperturas trascienden un conflicto cardinal, signado por la aventura y por la vejez. Como narrador, Brechner marcha con ingenio, como alguna vez lo supo hacer a su manera un tal Miguel de Cervantes.




Dirección, guion y producción: Álvaro Brechner. Fotografía: Álvaro Gutiérrez. Música original: Mikel Salas. Elenco: Héctor Noguera, Néstor Guzzini, Rolf Becker, Nidia Telles, Nuria Fló, Gustavo Saffores. 98 minutos. 2014.





miércoles, 30 de julio de 2014

El planeta de los simios: confrontación, de Matt Reeves



Tres años después de El planeta de los simios: (r)evolución llega una nueva entrega de la saga que comenzara en 1968 con El planeta de los simios, dirigida por Franklin J. Schaffner y basada en la novela homónima de Pierre Boulle de 1963. Confrontación es su título en las salas de Uruguay, aunque el original es El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes).

Sobre (r)evolución (leer crítica), entre otros conceptos sobre el rumbo histórico de la saga, tres años atrás destaqué: Rise of the Planet of the Apes, según su nombre original y la determinación de la palabra "rise", supone la presentación de César y su ascensión, rebelión y también su evolución como líder. Asimismo, Rupert Wyatt logra su propósito: desempolvar y refrescar la saga y tomar la base de la historia para construir y bifurcar sus propios argumentos. Pero éste no es su mayor triunfo, sino que en tiempos vertiginosos del cine actual y comercial de Hollywood, repleto de efectos y tecnologías con poco efecto trascendente, aplica con precisión los artificios y pasa la prueba, además de contar con una historia bien narrada y que va por más.

En un relato apocalíptico situado en el eje del tiempo entre el futuro, presente y pasado, las últimas dos películas de la saga se desarrollan en un tiempo actual, aunque tres años después del estreno de (r)evolución varias cosas han cambiado.

El nuevo film cuenta con un prólogo: un montaje narra lo que ha ocurrido con la raza humana desde el final de (r)evolución hasta lo que comenzará en Confrontación. Diez años. Amenaza de extinción, consecuencia de los estragos causados por la “gripe de los simios” creada accidentalmente por científicos (llegaba en los créditos finales del film previo, con la imagen del piloto y la sangre en su nariz).

La película Confrontación es circular: comienza y culmina con un close-up en los ojos del simio César, héroe y eje de estas dos últimas películas. En (r)evolución se desarrolló su rasgo de líder de los simios libertos junto con una precisa narración de su infancia y adolescencia. En Confrontación llega su consolidación como líder, y también como adulto y padre de familia en el bosque Muir de San Francisco, ciudad que se mantiene como escenario.



Con ambos bandos definidos, y en evidente desigualdad de condiciones, un grupo de especialistas se encuentra en el bosque con los primates, amos del hábitat. Malcolm (Jason Clarke) llega con el propósito de hacer funcionar una presa hidroeléctrica que devuelva energía a su gente, sobrevivientes recluidos en un gueto al otro lado del Golden Gate, a kilómetros del bosque. César vuelve a interactuar cara a cara con humanos, tras su experiencia junto a Will y Charles en el film anterior. Interpretado nuevamente por el actor Andy Serkis, la labor es admirable. El encuentro provocará un conflicto macro que se bifurca: de un lado simios y humanos, y del otro una revisión de la evolución de los simios como especie con la determinante presencia de Koba (Tobby Kebbell), aquel que fuera brutalmente torturado por científicos en sus experimentos. Mientras César es el sensato líder respetado por los suyos, la desviación en el comportamiento de Koba es una representación extrema de la rebelión de su especie ante otra que ha causado la catástrofe total. Luego de (r)evolución y las cicatrices en su piel no se le puede culpar por su actitud hacia los humanos, aunque sí por una postura de carácter abusivo hacia los de su especie. Asimismo, el nombre Koba recuerda al nombre de guerra del ruso Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido por otro de sus seudónimos: Stalin. Pero el conflicto racional y de poder entre jerarquías en esta película evoca más a la tragedia Julio César de William Shakespeare que a la estalinización de la vieja Unión Soviética o al culto a la personalidad de un jefe. La discusión radica en la expansión de una amenaza hacia el orden público propuesto por el líder escogido. Me parecen acertadas las palabras del director Reeves sobre Confrontación: “Es una película donde no hay villanos”.

La comunidad de los simios es el eje del film, en el que los humanos quedan en un segundo plano, sea el grupo de Malcolm en el bosque o los liderados por el exmilitar Dreyfus (Gary Oldman) en el gueto. Este protagonismo es respeto por la narración, más allá que en este elenco no se destaque ningún actor “humano” como lo hiciera John Lithgow en (r)evolución. Una elección de los realizadores que por fortuna se mantiene en esta historia, un contraste que se distingue si se tiene en cuenta lo que le ocurrirá al astronauta George Taylor (en la película de 1968).

Matt Reeves tomó la cámara luego del exitoso paso de Rupert Wyatt en la dirección. Sus antecedentes más próximos a tener en cuenta son las películas Cloverfield (2008), en la que sorprendió a Hollywood por su singular narración “cámara en mano” sobre el paso de un monstruo en la ciudad, y luego en 2010 por su versión estadounidense del film sueco Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008).

Frente a un millonario presupuesto volcado a espectaculares efectos digitales (CGI), lo que prevalece en la película es la continuidad en el proyecto de los guionistas de (r)evolución: Rick Jaffa y Amanda Silver, encargados de haber reflotado la saga con una nueva historia de varios contrastes y aristas que sigue en desarrollo (diferentes comunidades, intercambio de roles, desarrollo de personajes, tratamiento del poder, ecosistema, ausencia de las tecnologías). Dentro de lo visual, se destacan los matices de San Francisco: el verde en el lluvioso bosque Muir, el desolado Golden Gate, la herrumbre en el gueto de los humanos. Notables labores de Michael Seresin en la fotografía y de James Chinlund en el diseño de producción. La música de Michael Giacchino es gradual, respeta los tiempos en la narración y se luce en la batalla final, entre tantas explosiones y un dedicado trabajo de coreografía.

Para destacar: la deslumbrante escena de presentación de los simios durante una cacería en el bosque (mucho más que la gran batalla entre simios y humanos con rifles, ésta menos impactante que la del Golden Gate del film anterior); la escena en la que Koba embauca a dos guerrilleros idiotas; Koba mirando la anárquica multitud parado sobre una destruida bandera de Estados Unidos; los diálogos entre Koba y César, acompañados por las expresiones que logran los actores; el maestro Maurice aprendiendo a leer con el cómic Black Hole (Charles Burns, 2005), una historia de varios paralelismos con esta; los simios trepando de árbol en árbol entre los rayos del sol; los simios debatiendo opiniones en la calma noche entre antorchas encendidas; los simios marchando a caballo de día, y cabalgando y disparando rifles por la noche.

El círculo se cierra y su fin crea un nuevo círculo. El close-up en los ojos de César despierta una pregunta: ¿por qué soy un destino?






Dirección: Matt Reeves. Guion: Amanda Silver, Rick Jaffa y Mark Bomback. Fotografía: Michael Seresin. Música. Michael Giacchino. Montaje: Stan Salfas, William Hoy. Diseño de producción: James Chinlund. Elenco: Andy Serkis, Jason Clarke, Gary Oldman, Tobby Kebbell, Keri Russell. 130 minutos. 2014.


lunes, 19 de mayo de 2014

Godzilla, de Gareth Edwards

















En 1954 se estrenó Gojira, película de Ishiro Honda. En aquellos años de posguerra, el cine japonés era avant-garde y vivía su mejor momento, con notables directores como Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa. Aunque no todos hacían lo mismo, el equilibrio entre lo clásico y lo moderno de aquel cine maravilló a millones de espectadores e hizo historia. Dos años después del estreno de aquel film, Hollywood lo rebautizó como Godzilla: rey de los monstruos en una versión en la que agregó actores (Raymond Burr) y editó escenas, contenidos y mensajes: desde lo latente de los históricos ataques nucleares de Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 hasta el afán de vender al monstruo mitológico de oriente a occidente.

En su momento el proceso no resultó. Honda no era ni Kurosawa ni Ozu y en Estados Unidos el film fue etiquetado como una película de ciencia a ficción mala y de “clase B”. Además era evidente que a este monstruo le faltaba el carisma y la debilidad que a otro visitante le sobraba cuando supo copar Nueva York: King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933). En cambio, en Japón la creación de los estudios Toho generó nuevas películas (más de 25) y convirtió al monstruo en un mito al que el mercado local le sacó provecho, desde fanzines hasta juguetes.

Godzilla es una fuerza de la naturaleza que actúa en un determinado momento histórico. Su “God” (dios en inglés) así lo sugiere. En japonés su nombre original (Gojira) surge de la mezcla de dos palabras: “gorira” y “kujira”, gorila y ballena respectivamente. Un monstruo radioactivo producto de un Japón bajo la paranoia y el efecto del devastador ataque nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki, y con la Guerra Fría en sus años más calientes. En cambio, en su nueva adaptación sesenta años después están latentes la catástrofe de la central nuclear de Fukushima tras el tsunami que golpeó a Japón en marzo de 2011 como también la radical amenaza del cambio climático.

El director de este nuevo blockbuster, el británico Gareth Edwards, fue escogido por su trabajo en Monsters (2010), en el que demostró a los grandes estudios que con poco dinero se puede asustar en una película de ciencia ficción. Para despertar al durmiente Godzilla, gozó de un presupuesto astronómico en el que obtiene resultados dispares.

Lo mejor del film es su tratamiento del monstruo protector, con el ejemplo de Honda a seguir y evitar el lastre del Godzilla de Ronald Emmerich de 1998. Un histórico papelón cinematográfico del que lo único para destacar está lejos del monstruo que solo quiere llegar a dejar sus huevos en el Madison Square Garden de Nueva York: la canción “A320” de Foo Fighters de la banda de sonido.

Edwards comprende que el monstruo debe ser la estrella, desde la notable tecnología digital y respetándolo con la cámara, tomándose su tiempo en la descripción según los planos (largos, cortos, contrapicados) para exponer su interminable grandeza. Además éste es el más grande: supera los cien metros de altura. Una labor que con menor fortuna comprenden Max Borenstein y Dave Callahan desde el guion, en busca de la obviedad de justificar con diálogos linderos la existencia del personaje a través de cierto misterio in crescendo. Esta es la construcción de un “Dios” que trae una advertencia: mañana puede ser demasiado tarde.

Edwards también conoce la némesis de Godzilla: los monstruos son dos gigantes adefesios que buscan radioactividad y reproducirse, por lo que no debe sorprender a nadie que cuando las partes interesadas se encuentren lo padecerán los insignificantes humanos, sea en Hawaii, Las Vegas o San Francisco. La fotografía de McGarvey (Los Vengadores) es de lo mejor del actual cine de acción, con un admirable retrato de la ciudad californiana en tinieblas y en ruinas que poco tiene que envidiarle a las imágenes que describe Dante en su viaje por el Infierno de la Divina Comedia.

Lo peor del film son las actuaciones; el elenco detrás del monstruo. Apenas algunas expresiones dramáticas de Bryan Cranston (harto conocidas en Breaking Bad y en Argo) como el ingeniero nuclear Joe Brody, quien conduce el hilo narrativo durante los primeros cuarenta minutos previos a la aparición del verdadero protagonista. Participaciones poco agraciadas y para el olvido de la francesa Juliette Binoche (esposa y compañera de trabajo de Brody), de Ken Watanabe (doctor e investigador) y David Strathairn (sargento), estos últimos dos que resumen la referencia a Hiroshima en una escena breve y poco feliz, reloj heredado mediante. Pero quien peor fortuna tiene es el soldado Ford Brody, hijo de Joe. Es interpretado por Aaron Taylor-Johnson (Salvajes, Anna Karenina), quien transmite muy poco, es sometido a dudosas escenas (como la del rescate de un niño en un subte) y al que simplemente le queda grande liderar el elenco en la segunda mitad de la película.

A sesenta años de su estreno en Japón, volvió a despertar Godzilla, el que según la trama ha dormido por millones de años. Hollywood lo hizo de nuevo. En la película de Edwards se aprecia sin mayores esfuerzos la denuncia anti nuclear original sumada al actual problema del cambio climático. ¿Es necesario volver a despertarlo para creer que siempre estará allí para salvarnos de nuestros errores? ¿Su propósito es levantarse a destruir para luego volver a dormir? En el centro del conflicto hombre-naturaleza, la falla esencial y las preguntas siempre persisten.






Dirección: Gareth Edwards. Guion: Max Borenstein y Dave Callaham. Fotografía: Seamus McGarvey. Música: Alexandre Desplat. Elenco: Aaron Taylor-Johnson , Ken Watanabe, Bryan Cranston, David Strathairn, Elizabeth Olsen, Sally Hawkins, Juliette Binoche. 123 minutos. 2014.




Nota publicada en www.ACCU.org.uy (19/5/2014)

miércoles, 26 de febrero de 2014

Nebraska, de Alexander Payne



Esta historia mínima de Alexander Payne es uno de los retratos más auténticos sobre la clase trabajadora estadounidense realizados por Hollywood en los últimos años. Es difícil separarla de la crisis económica que en 2008 golpeó de lleno al país, afectando principalmente al medio rural y a pequeñas ciudades.

Nebraska es una comedia que examina el curso de las relaciones humanas y las brechas generacionales en un escenario que convive entre la permanencia y el cambio. Algo que inquieta a Payne y que ha explorado en Las confesiones del Sr. Schmidt (2002) y en Los descendientes (2011). Una película "fantasmal" por la asociación entre la notable fotografía en blanco y negro de Phedon Papamichael, la música acústica de Mark Orton y las imágenes en largas tomas a las que recurre Payne: la ruta que no tiene fin con viejas columnas de alumbrado, campos de trigo sin trabajadores, vacas a lo lejos. Una road movie que evoca y continúa un retrato en común de cineastas estadounidenses como Preston Sturges, Terrence Malick o los hermanos Coen. En estos sitios siempre hay gente acodada en barras de bares en busca de una cerveza fría o que se reúne en una mesa familiar para contar y escuchar historias, sin importar que sean viejas o nuevas. En el caso de Payne, su película actúa como un reto a las actuales tecnologías y a sus propuestas de comunicación e interacción para las personas. Sobre este punto, la belleza visual del film es de carácter militante.

Asimismo, la película me recuerda a dos expresiones artísticas. Primero, al álbum Nebraska de Bruce Springsteen (1982), cantautor y paisajista que expone como pocos el conflicto entre la nostalgia y el futuro bajo una posible eternidad circular que solo depende en su movimiento de la acción de los humildes en el presente. Segundo, por su encare de la vejez expuesta ante un bucólico escenario —la ruta, metáfora del camino—, se asemeja a Una historia sencilla (David Lynch, 1999).

La película comienza con un plano general largo con el viejo Woody Grant caminando a lo lejos a un lado de la autopista hacia la cámara. La imagen es un rescate de la distancia, leitmotiv del film. Camina solo desde Billings (Montana) hasta Lincoln (Nebraska), lo que es una locura por la cantidad de millas. El hombre cree haber ganado un millón de dólares en un concurso tras leer un anuncio publicitario en una revista. Generoso ante propios y extraños, con problemas de alcoholismo y desvaríos mentales, lo interpreta el veterano Bruce Dern, quien a sus 77 años y con más de 80 películas a cuestas ejecuta su labor con una admirable economía de gestos y diálogos. Su manifestación de la dispersión de su personaje es tan estoica como creíble.

Pero Woody no está solo. Su hijo David (Will Forte) está a su lado y, aunque sea consciente del evidente malentendido, conoce a su padre, quien por su situación no está lejos de ingresar en un geriátrico. Kate (June Squibb, actriz de Las confesiones del Sr. Schmidt), esposa de Woody y madre de David, no puede más con los delirios mentales de su compañero de vida. Por su parte, Forte, actor surgido de la comedia de Saturday Night Live, se expresa apto en su rol, sea en la perdida expresión de su mirada como en los diálogos que mantiene con su padre. Incluso es fundamental para extender de forma física y externa la dignidad de Woody.

El millón de dólares no es una mera anécdota en el guion de Bob Nelson: es un símbolo de la crisis económica que abarca las miserias que pueden afectar a trabajadores y a ignorantes en una comunidad rodeada de incertidumbres, sea ésta la de la ficticia Hawthorne o de tantas otras ciudades urbanas y rurales de Estados Unidos y del resto del mundo.








Dirección: Alexander Payne. Guion: Bob Nelson. Fotografía: Phedon Papamichael. Música: Mark Orton. Elenco: Bruce Dern, Will Forte, June Squibb, Bob Odenkirk, Stacy Keach. 115 minutos. 2013.


Nota publicada en www.ACCU.org.uy (25/2/2014)

miércoles, 19 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club, de Jean-Marc Vallée



Jean-Marc Vallée realiza un riguroso retrato de época: la crisis del sida en 1985, junto con la decadencia del sistema de salud de Estados Unidos y las acciones promovidas por la industria farmacéutica para provecho propio ante la caótica situación. El director canadiense centra su relato en las víctimas algo que conoce, tras su tratamiento sobre la discriminación sexual en C.R.A.Z.Y. (2005). “Desahuciados”, señala y califica el título de la película en el Río de la Plata (El club de los desahuciados), que respecto a la propuesta de la trama dista de su importancia ante el original, y mucho más apto, Dallas Buyers Club (El club de los compradores de Dallas).

Mitad de la década de los años ochenta, cuatro años después de la aparición oficial del VIH. Tiempos en los que la ignorancia sobre la epidemia llevaba a muchas más preguntas que posibles respuestas, con enfermos que morían en pocas semanas tras lapidarios diagnósticos. El republicano Ronald Reagan, enemigo de primer orden de los homosexuales y de las minorías, iniciaba su segundo período tras ser reelecto presidente de Estados Unidos. Años en los que líderes religiosos llegaron a definir al sida como “el azote de Dios ante los maricas, engendros humanos”. Años de persecución.

Dallas Buyers Club se basa en una historia real, la del texano Ron Woodroof. Electricista, amante del rodeo, homofóbico, drogadicto, promiscuo e intolerante. Casas rodantes, tierra y sudor delimitan su entorno. Enfermo, los médicos le comunican que contrajo el virus y que le queda un mes de vida ante la falta de tratamiento previo. Primero no cree y luego cae en estupor: “No puede ser. Es la enfermedad de los maricas”, se pregunta en su ignorancia, como también lo hace su círculo de amigos, todos idiotas y “basura blanca” (white trash) que se burlan al conocer la noticia de la muerte del célebre actor Rock Hudson (1925-1985) a causa de la enfermedad. Ante el diagnóstico, todo cambia. Comienza una historia de resistencia personal, con una crítica hacia el sistema de salud liderado por el gobierno de aquel entonces el consumo del peligroso y legal medicamento AZT en pacientes—, y un testimonio compartido: Woodroof no tiene tiempo por perder, contrabandea medicamentos y abre un negocio de venta con una membresía especial para los enfermos.

Woodroof es piel y huesos. Lo interpreta Matthew McConaughey en el papel de su carrera. La transformación física es total —adelgazó más de veinte kilos—, aunque el esfuerzo no solo queda en lo exterior. El actor, también texano, comprende a Woodroof y a su gente. En Dallas Buyers Club McConaughey encarna al cowboy más completo que ha dado el cine en los últimos diez años. Y ni siquiera lleva pistola. Sobre el actor, es necesario destacar su versatilidad, especialmente en sus labores de los últimos años Bernie, Killer Joe (2011); Magic Mike, Mud (2012); la serie de televisión True Detective (2014)—. Abogado, asesino, stripper, fugitivo y detective. Aunque no hay que olvidar su debut en la fresca Rebeldes y confundidos (1993), dirigida por su amigo y paisano de Texas, el director Richard Linklater, con quien trabajó en varias ocasiones. Tampoco hay que relegar su actuación como un novato abogado en A tiempo de matar (1996) especialmente en su último parlamento ante un jurado racista. Pero no todo siempre fue rutilante: no acertó en liderar elencos de películas para el olvido como Experta en bodas (2001), Sahara (2005) y Amor y tesoro (2008), en las que fue destrozado como actor por críticos que hoy lo enaltecen como si fuera el nuevo James Stewart. Lo cierto es que en los últimos años, McConaughey ha alcanzado una evolución en su profesión gracias a su esfuerzo y a una mejoría en su elección de proyectos. El talento siempre lo tuvo.

A este club no lo sostiene únicamente la labor de McConaughey. Jared Leto interpreta al travesti adicto Rayon, en una nueva y extrema transformación física del actor, aunque en la ocasión con mayor acierto que en Capítulo 27 (2007), cuando sumó varios kilos para llevar a la pantalla a Mark Chapman, asesino de John Lennon, pero con poco éxito en el resultado final. Leto alcanza el rol más completo y conmovedor de su carrera, que con madurez recuerda a su interpretación del joven adicto de Réquiem por un sueño (2000). Un acierto clave del guion de Craig Borten y Melissa Wallack es el desarrollo de la relación entre dos personajes antagonistas como Woodroof y Rayon.

Dallas Buyers Club es un triunfo compartido: McConaughey y Leto en sus performances individuales y en el dueto que conforman, y Vallée que logra su mejor película hasta la fecha. Una historia de supervivencia con una crítica política y social ilustrativa. Es la consagración de McConaughey en la piel de Ron Woodroof: un hombre ordinario con un destino extraordinario; un don nadie que se convierte en un domador que da pelea y que quedará para el recuerdo por su altruismo. Con cowboys así, no todo está perdido.






Dirección: Jean-Marc Vallée. Guion: Craig Borten y Melissa Wallack. Fotografía: Yves Bélanger. Elenco: Mathew McConaughey, Jared Leto, Jennifer Garner, Denis O'Hare, Steve Zahn. 116 minutos. 2013.



miércoles, 12 de febrero de 2014

Ella, de Spike Jonze
















Para su cuarto largometraje, el director Spike Jonze escribió un guion original sobre un tópico universal y recurrente: el vínculo entre el hombre y la máquina. Una historia de amor y aprendizaje entre el escritor Theodore (Joaquin Phoenix) y Samantha, un sistema operativo de inteligencia artificial (con la voz de Scarlett Johansson). 

A medida que el film avanza, es evidente que lo sostiene Phoenix con sus notables dotes de interpretación más allá de la colorida vestimenta, los lentes y el prolijo bigote de su personaje. Su talento es innegable. En pocos segundos, su mirada puede expresar más sentimiento que largos parlamentos y gestos de decenas de actores de la actualidad. Asimismo, la voz de Johansson es otro acierto de Jonze —su primera opción fue la de la actriz Samantha Morton—. La relación entre las partes es creíble, aunque por momentos la interacción resulta forzada y decae ante el metraje (126 minutos). Como posible solución, el director incluye en la trama a las actrices Rooney Mara y Amy Adams, ambas correctas en sus papeles. La primera encarna a Catherine, expareja de Theodore; la segunda a su amiga, Amy.

Jonze, en los años noventa maestro del videoclip musical y talentoso cineasta desde 1999 con su ópera prima ¿Quieres ser John Malkovich?, proyecta un futuro al alcance de la mano y a la ciudad de Los Ángeles como escenario. A nadie que haya estado en los últimos tiempos en esta metrópoli o en Nueva York le debe sorprender estar a la espera del subte o en viaje y ver en un vagón la abrumadora cantidad de personas inmiscuidas en sus teléfonos inteligentes o tabletas. Este recurso del director es bienvenido, aunque también repetitivo. Por otra parte, Jonze examina lo difuso que puede ser cierto sentimiento humano entre la ausencia y la presencia, sea un orgasmo compartido con un sistema operativo o tocar el ukelele para la aprobación de su voz. El intercambio de roles entre el hombre y la tecnología es primordial para la trama. 

Ella es una película y un estudio sobre el movimiento, sea desde la paleta de colores cálidos de los interiores y su contraste con el adormilado ritmo de la ciudad hasta la brecha entre la inteligencia humana y la artificial —que evoca a la computadora HAL de 2001: odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968)—. Sobre esta acción se expresa su inquietud esencial: el destino del individuo ante la posibilidad latente de la alienación total. Esta es la denuncia de Jonze, un director optimista y romántico (El ladrón de orquídeas, 2002; Donde están los monstruos, 2009; Estoy aquí, 2010). Y aunque el conflicto —junto con sus bifurcaciones— esté situado de forma adrede en un futuro, ocurre hoy. 






Título original: Her. Dirección y guion: Spike Jonze. Fotografía: Hoyte Van Hoytema. Música: Arcade Fire y Owen Pallett. Elenco: Joaquin Phoenix, Amy Adams, Rooney Mara, Olivia Wilde, Scarlett Johansson. 126 minutos. 2013.

martes, 4 de febrero de 2014

12 años de esclavitud, de Steve McQueen




  












"These concentration camps went on for 200 years, right here in America".

El mayordomo (Lee Daniels, 2013).




En 1853 se publicó Twelve Years a Slave, la autobiografía de Solomon Northup. Histórica denuncia sobre las atrocidades provocadas por la esclavitud en Estados Unidos, se convirtió en un bestseller apenas un año después de la publicación de La cabaña del tío Tom, clásica novela de Harriet Beecher Stowe.

Pero hay diferencias entre ambos textos: mientras Stowe destacó la importancia de la maternidad y el carácter redentor del cristianismo, en su relato Northup expuso con menos figuras retóricas la humillación sufrida por los negros en el Sur. Para ello, su testimonio se aleja del sermón en el que en ocasiones incurre Stowe, además de contar con una terrible historia personal a modo de confesión.

En 1841, Solomon, negro libre y músico refinado oriundo de Nueva York, fue secuestrado en Washington y vendido como esclavo. Su periplo de doce años lo llevó a las plantaciones de Louisiana, pasando por diferentes amos y por una desgarradora tortura física y mental.

Para el director británico Steve McQueen (Hunger, 2008; Shame, 2011) la esclavitud es "el demonio de la perversidad", un atropello autodestructivo. A lo largo del metraje de la película su retrato es locuaz, alejado de épicas de Hollywood sobre el tema como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), dueña de un parcial y falaz enfoque acerca de la esclavitud, o la reciente pro Barack Obama El mayordomo (Lee Daniels, 2013). Asimismo, 12 años... continúa con una revisión histórica de Hollywood sobre un trauma nacional que en 2012 incluyó a Lincoln (Steven Spielberg) y Django sin cadenas (Quentin Tarantino). McQueen es el único director extranjero de todos estos films de mención.

McQueen se muestra apto para afrontar la odisea: reconoce la inevitable relación de Solomon con el Ulises de Homero y en su film tiene en cuenta los recursos narrativos que utilizó su compatriota Alan Parker en la inolvidable Expreso de medianoche (1978), historia con la que mantiene puntos en común y también basada en un hecho real. Asimismo, es preciso en la puesta en escena con el apoyo de la fotografía de Sean Bobbitt y el vestuario de Patricia Norris.

Nuevamente, el director trasciende el elemento de catarsis del protagonista ante el espectador al narrar sobre la "carne viva", es decir mediante la expresión del cuerpo humano, como lo hizo en la anti Thatcherista Hunger y en la existencialista Shame, ambas sobre el martirio, sea la huelga de hambre del preso político Bobby Sands o la adicción al sexo de un neoyorquino. Para esto requiere de actores que puedan expresar semejante sentimiento: en 12 años... el encargado de interpretar a Solomon es el actor Chiwetel Ejiofor, que lidera un selecto elenco que incluye a Michael Fassbender (actor principal en Hunger y Shame), Paul Giamatti y Benedict Cumberbach como esclavistas, Brad Pitt en un rol menor aunque fundamental, y a Lupita Nyong'o como Patsey, esclava con un testimonio quizá más brutal que el de Solomon. McQueen junto con el guionista John Ridley demuestran oficio al narrar la historia de la joven, que trasciende más allá de la del personaje esencial. La espalda de Patsey es el lienzo de una época del terror, la vergüenza de un país.

Sobre el martirio, una escena del film resume el efecto con gran mérito. McQueen deja la cámara fija en el jardín de una casa esclavista, en un plano general durante varios segundos, con Solomon de espaldas al espectador, colgado del cuello con una soga a un árbol. Lucha por sostener su cuerpo con la punta de sus pies sobre el lodo. Mientras padece la tortura, otros esclavos siguen con sus tareas de rigor sin siquiera mirarlo. Esa escena es el corazón de la película.



 
Título original: 12 Years a Slave. Dirección: Steve McQueen. Guion: John Ridley (basado en Twelve Years a Slave, autobiografía de Solomon Northup). Fotografía: Sean Bobbitt. Vestuario: Patricia Norris. Música: Hans Zimmer. Elenco: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong'o, Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Brad Pitt, Paul Giamatti, Sarah Paulson. 134 minutos. 2013.

lunes, 27 de enero de 2014

Escándalo americano, de David O. Russell




"Algo de esto realmente ocurrió", es lo primero que David O. Russell cuenta al espectador en su comedia basada en el caso ABSCAM: operación liderada por el FBI hacia finales de la década de los años setenta dedicada a atrapar políticos (congresistas, un alcalde, entre otros) que aceptaron sobornos en inversiones extranjeras en los casinos de Atlantic City. En el film la investigación incluye escuchas telefónicas, cámaras ocultas, jeques truchos, la mafia de Miami, estafadores de arte y hasta un ama de casa desesperada.

Russell prefiere abarcar la extraordinaria historia en donde se siente más cómodo desde Secretos íntimos (1994). Historias mínimas, como asimismo lo hizo con mayor éxito en The Fighter (2010) y en El lado luminoso de la vida (2012). Para ello suele escribir y reescribir guiones en la búsqueda de pintorescos personajes para la composición de su elenco. Las partes por el todo.

Irving Rosenfeld es un buscavidas, un vendedor devenido en estafador; lo interpreta Christian Bale bastante pasado de kilos y con un patético peluquín (otra gran transformación física del actor en un film del director tras The Fighter). En la primera escena de la película Russell se toma su tiempo en la rutinaria preparación del disfraz del personaje, que trabaja con cuidado frente al espejo pegando pelo donde le falta en su cabeza y luego terminar la tarea con spray. Estamos a finales de los años setenta en Nueva York, en la era "disco" en la que se solía reparar demasiado en las apariencias, las joyas y los lentes de sol estilo aviador.

En una fiesta Rosenfeld conocerá a Sydney Prosser (Amy Adams, quien asimismo fue parte del elenco de The Fighter), una stripper en busca de una nueva oportunidad. Ambos comparten el gusto por la música de Duke Ellington, especialmente por su "Jeep's Blues". Un gusto en común que da comienzo a una historia mínima, de amor y de estafa. Sydney se convierte en amante y socia de Rosenfeld en su negocio basado en la venta de cuadros falsificados. Fingirá en su acento y en su origen británico como Lady Edith Greensly para su nuevo trabajo. Pero no todo es artificio en Sydney, gracias a la mirada de Adams con sus persuasivos ojos azules.

Rosalyn es la esposa de Rosenfeld: ama de casa histérica, encerrada en su casa, egoísta e insegura, a cargo de un niño y siempre al borde de un ataque de nervios. Interpretada con luces por Jennifer Lawrence, que vuelve a unirse a Russell tras El lado luminoso de la vida y a sus 23 años vuelve a dejar en evidencia su calidad y versatilidad como actriz.

Si Rosenfeld requería de minutos ante el espejo para trabajar en su apariencia, qué decir del agente del FBI, Richie DiMaso, interpretado por Bradley Cooper (quien compartió tareas con Russell y Lawrence en El lado luminoso de la vida). Usa ruleros en su casa, sueña con ser un galán italiano pronto para dar el gran salto en su profesión mientras vive junto con su madre y su prometida. Otro soñador.

Con la presentación de DiMaso los caminos convergen y Rosenfeld y Sydney son atrapados en sus fraudes. El agente les ofrece una salida: ayudarlo en la operación ABSCAM. Lo que por otra parte es para los buscavidas la oportunidad de ser protagonistas de un gran golpe.

Todos estos personajes comparten las características del engaño y el escape, sea en sus comportamientos y sus relaciones o en menor medida en sus apariencias: peinados, vestimenta, maquillaje. Si no reparar en el excéntrico peinado del alcalde de Nueva Jersey, Carmine Polito (Jeremy Renner), objetivo primario de la operación. Excesos de años posteriores a farsas políticas como Vietnam o Watergate en Estados Unidos; una época recargada que Russell decide exponer sin jamás dejar de lado cierto estado de ánimo festivo y hasta inocente (por ejemplo su abordaje en modo de parodia a la mafia de los casinos, con un cameo de Robert De Niro como el mafioso Tellegio).

Dentro de lo mejor de Escándalo americano está su recreación de época, total desde la presentación inicial del logo de Columbia Pictures. Una labor liderada por la dirección de Russell y la fotografía de Linus Sandgren, apoyados en el vestuario de Michael Wilkinson y en la banda sonora a cargo de Susan Jacobs (que cuenta, entre otros, con America, "A Horse With No Name"; Elton John, "Goodbye Yellow Brick Road"; Donna Summer, "I Feel Love"; Wings, "Live And Let Die"). Desde la dirección Russell recurre a directores neoyorquinos influyentes en los años setenta: Martin Scorsese (desde el recurso de la voz en off y los "barridos" hasta el uso del ralenti) y John Cassavettes (en los comportamientos y conflictos de los actores dentro de la trama y ante el guion, y en cierta característica compartida como "director de actores"). Asimismo, la nueva película de Russell puede recordar en su dirección el trabajo realizado por Ben Affleck en Argo (2012), desde su esmerada recreación a fines de la década de los años setenta hasta la gran farsa que como base presentan ambas tramas (el guion original de Singer para la película de Russell se tituló "American Bullshit").

En esta sátira, Russell vuelve a dejar en claro que de momento no le interesa en demasía dejar a sus personajes tullidos y abandonados o rendirlos a burdas redenciones, sino que los presenta sin esconder sus imperfecciones y con un aura adrede de superficialidad para darles una evolución positiva conocida en las mejores comedias de Hollywood desde la tercera década del siglo XX. El acierto radica en tener en manos una buena historia para contar y de allí en adelante entretener sin trampas ni subestimar al espectador. Russell suele hacerlo simple.




Título original: American Hustle. Dirección: David O. Russell. Guion: Eric Warren Singer y David O. Russell. Fotografía: Linus Sandgren. Vestuario: Michael Wilkinson. Música: Danny Elfman. Elenco: Christian Bale, Amy Adams, Bradley Cooper, Jennifer Lawrence, Jeremy Renner, Louis C.K., Michael Peña, Robert De Niro, Alessandro Nivola. 138 minutos. 2013.


miércoles, 15 de enero de 2014

El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese


El lobo de Wall Street cuenta la historia real de Jordan Belfort, agente de bolsa que durante las décadas de los años 80 y 90 hizo carrera y acumuló millones de dólares con su firma Stratton Oakmont en Wall Street, especialmente vendiendo bonos basura y estafando a clientes. Este "lobo" del capitalismo es un oportunista feroz en su expansión e indiferente ante todo lo que altere su larga fiesta.

Es una película con puntos altos y bajos. Así lo indica su ritmo narrativo, clásico aunque en su apariencia derroche cierto vértigo y descontrol. Dista de ser una obra maestra de Scorsese, ya que sin similares resultados repite recursos de sus clásicas Toro salvaje (1980), Buenos muchachos (1990) y Casino (1995). Aquí Scorsese se alimenta de sí mismo, de su pasado. En relación con la primera película de mención, vuelve a estar presente la furiosa y cíclica composición del personaje en un recorrido circular (Belfort-Jake LaMotta). En relación con la segunda, un sello personal y técnico del director: la voz en off del personaje en primera persona junto con travellings y cortes abruptos en la edición para ilustrar la historia. Tanto El lobo... como Buenos muchachos destacan la alineación, presencia y consumo indiscriminado de dólares y de cocaína en relación con el ascenso en el poder. Según la constancia en la narración a cargo de Scorsese detrás de cámara y de Terence Winter (escritor y productor de las series de televisión Los Soprano y Boardwalk Empire) en el guion basado en las memorias de Jordan Belfort, este estado de adrenalina resulta familiar, ya que mismo director lo vivió en carne propia durante los años setenta, y por otra parte fue fundamental en el ritmo laboral y en el festín hedonista de Belfort y otros tantos agentes de bolsa de Wall Street durante años de especulación financiera. Pero mientras en Buenos Muchachos Walter Hill (interpretado por Ray Liotta) tenía un guión (Nicholas Pileggi, Martin Scorsese) y un personaje eternamente más interesantes que Jordan Belfort, a ambos los une poco más que su condición de discretos oportunistas y delatores definidos para evitar duras penas del sistema. Dentro de los rasgos visuales, en el caso de El lobo... Scorsese abusa de coreografías y travellings en la oficina repleta de papeles, teléfonos, agentes de bolsa y vendedores que se comportan como primates para rodear de caos a Belfort y resaltarlo como eje; y asimismo el director fracasa en la revisión de culpa en el ascenso de su personaje al buscar emoción o empatía con un pobre discurso motivacional (caso de la escena de la evolución económica de una empleada), aunque sí logra un efecto interesante y catártico para el ciclo del personaje en la escena de la venta de una lapicera, con un cameo del Belfort real, ante un público dócil (guiño explícito a Toro salvaje).

Aún en menor acierto, en esta revisión autorreferencial Scorsese evoca a Casino desde la ampulosidad: luces, construcciones (la importancia de los escenarios de Nueva York y Las Vegas) y poder que rodean a su personaje, en ambas películas en estricta relación con el metraje (tres horas de película en ambas). El dueto de amistad DiCaprio-Hill puede recordar al de Robert De Niro y Joe Pesci, pero otro guiño desdibuja por completo la relación de Belfort con su segunda esposa, Naomi (Margot Robbie): una fuerte discusión, con la hija de ambos como víctima, intenta ser un calco a una de Sam Rothstein y Ginger McKenna (De Niro-Sharon Stone).

Tampoco estamos en presencia de "la mejor actuación de Leonardo DiCaprio", una frase que suele repetirse en los últimos años con sus nuevas películas. Lo que no quiere decir que como Jordan Belfort tenga una actuación poco meritoria un actor que ha trabajado con los mejores directores de Hollywood en las últimas décadas (Scorsese, Spielberg, Eastwood, Cameron, Tarantino). Pero en la ocasión dista de lo realizado junto a Scorsese en su rol como el magnate Howard Hughes en El aviador (2004), o de su papel como el esclavista Candie en Django sin cadenas (Quentin Tarantino, 2012), donde destaca sus dotes introspectivos y que con Belfort simplemente no funcionan en 180 minutos de película. La dirección de Scorsese hacia su personaje requiere de vigor, ceremonia y vitalidad hasta el límite, aunque luego de la primera hora de metraje su personaje está claramente inflado y solo se destaca en escenas puntuales, en su mayoría acompañado por un elenco también con puntos altos y bajos.

Entre los puntos altos del reparto, dos actores se distinguen. Kyle Chandler (Super 8; La noche más oscura), aquí como agente del FBI; un actor que necesita solo dos escenas (un diálogo con DiCaprio en un barco y otra en un vagón del subte) y pocas palabras para elevar el guión de Terence Winter. Y el otro es Matthew McConaughey -de poca participación aunque en una escena clave en el rol de Mark Hanna, que actúa como mentor del inexperiente Belfort-, actor de considerable crecimiento en los últimos años en papeles como en Killer Joe, Mud y Dallas Buyers Club. Otro muy buen actor, pero que por su parte no logra destacarse, es Jonah Hill como Donnie Azoff, asistente personal de Belfort. Hill es un joven talento de la actual comedia estadounidense (Super Cool; Moneyball, el juego de la fortuna; Este es el fin) que aquí corre con la misma suerte de DiCaprio: les juega en contra el metraje para la evolución de sus limitados personajes. En el caso de Hill hasta parecen molestarle los grotescos dientes falsos en su boca. Aunque por otro lado ambos actores comparten una de las escenas mejor logradas por Scorsese en los últimos años, luego de consumir con abuso unas pastillas hace tiempo vencidas. Rob Reiner (director de Cuenta conmigo y de Mi querido presidente) como el gruñón Max Belfort, padre protector de las finanzas de Jordan, es otro punto a señalar en el rumbo de comedia, como asimismo un cameo del notable director Spike Jonze (El ladrón de orquídeas; Ella) en el papel de un paupérrimo vendedor de acciones.

En la música del film, Scorsese junto con Howard Shore confirman sus vigencias. Un retrato de época con una estimable banda sonora a cargo de Robbie Robertson que incluye hits como "Mrs. Robinson" (The Lemonheads), "Everlong" (Foo Fighters), "Insane In The brain" (Cypress Hill), "Gloria" (Umberto Tozzi), "Never Say Never" (Romeo Void), "Uncontrollable Urge" (Devo); sin dejar de lado a los preferidos del director: Howlin' Wolf ("Spoonful") y Bo Diddley ("Road Runner", "Pretty Thing", "I Need You Baby-Mona"). La banda sonora es tan variada como irresistible. La fotografía de Rodrigo Prieto por momentos supera el absoluto dueto Scorsese-Winter en la narración: saca ventaja junto al vestuario (a cargo de la reconocida Sandy Powell), con énfasis en los colores, y sobresale en escenas como la de un accidente marítimo, propia del cine catástrofe.

El lobo de Wall Street es una película propia de los tiempos revisionistas que corren en Estados Unidos. Un retrato histórico que evoca a la distancia personajes como Jay Gatsby en parte de su formación y a criminales contemporáneos como Bernard Madoff, pero que se sirve de un personaje central y bon vivant que, como el Gatsby de Baz Luhrmann (2013), es interpretado por Leonardo DiCaprio no en su mejor momento. El film es una revisión del "sueño americano" por parte de un especialista detrás de cámara, quien más allá de repetir viejas recetas narrativas a sus 71 años cuenta con el mérito de no juzgar directamente a su "lobo" con moralinas ni oportunismo ramplón, sino que prefiere proponer de forma directa una reflexión a los espectadores, por qué no "corderos", sobre el ascenso de un mediocre estafador. Una sátira que tiene al elemento de culpa con una trascendencia similar a la de la última bala en la recámara previo al disparo.


 


Dirección: Martin Scorsese. Guion: Terence Winter (basado en el libro homónimo de Jordan Belfort). Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Howard Shore. Elenco: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Kyle Chandler, Matthew McConaughey, Rob Reiner, Jean Dujardin, Jon Bernthal. 180 minutos. 2013.

martes, 24 de diciembre de 2013

A 40 años del estreno de "El exorcista"



Estrenada el 26 de diciembre de 1973 en Estados Unidos, El exorcista es la película de terror más extravagante jamás realizada y una de las mejores filmadas en la historia del cine. El trabajo de cámara en interiores del director William Friedkin (Contacto en Francia, 1971; Vivir y morir en Los Ángeles, 1985; Killer Joe, 2011) y su recurso del claroscuro son consagratorios al desafiar a un género que como característica apela a causar una primera impresión. El susto es aquí lo que la risa para la comedia. A modo de ejemplo: uno mira de niño las primeras películas de Pesadilla, con Freddy Krueger, y puede sentir el efecto; las vuelve a ver a los treinta años y cuesta no reírse. Ni que hablar con la saga de Martes 13, con ese Jason de paso cansino que siempre atrapará a sus víctimas sin importar cuán rápido corran. Maniqueísmos que son parte de la identidad de un género con un lenguaje y una intertextualidad propios que ha mutado desde los años veinte del siglo XX (El gabinete del doctor Caligari, Robert Wiene, 1920; Nosferatu, F.W. Murnau, 1922) hasta la actualidad.

En El exorcista se establece un fenómeno singular, como también ocurre con La noche del cazador (Charles Laughton, 1955): con el paso de los años, visiones y revisiones, ambos films nada pierden, sino ganan. Imágenes, planos y secuencias adquieren una cualidad simbólica: el rostro convertido de Linda Blair, la rotación de su cabeza, su masturbación con un crucifijo o su levitar; los nudillos tatuados del sacerdote interpretado por Robert Mitchum o la escena del canto sobre la dualidad del Bien y el Mal, filmada con maestría por Laughton. Ambas películas comparten un factor clave que trasciende al género: el elemento de perversión sobre el cristianismo mediante un proceso de redención con un guión de lecturas múltiples que abarcan terror, drama y hasta comedia. La simbología del Mal se expone más allá de una fachada, ya sea tomando el cuerpo de una niña o bajo una sotana.

La sexta película de Friedkin contó con una característica que suele acompañar a los films de terror: la fortuna. En la taquilla recaudó más de 440 millones de dólares (mientras costó 11 millones) y supo aprovechar, como el caso de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), los factores de histeria y morbo provocados en el público en años en los que no existían los videoclubes y mucho menos Internet. En las exhibiciones de ambas películas eran comunes los gritos y las corridas en las salas de cine. La publicidad jugó su partido en favor de Friedkin: desde los que definían al film como satánico y hereje hasta las ambulancias estacionadas en las puertas de los cines.


Su estreno en la década de los años setenta se sumó a películas que legitimaron un renacimiento de la industria de Hollywood a nivel mundial: El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), Tiburón (Steven Spielberg, 1975) y la saga de Star Wars, iniciada por George Lucas en 1977. En El exorcista, el Mal invade la estructura familiar a través de los hijos predilectos de Dios según el cristianismo: los niños. Esto asimismo ocurre con la transformación de Anakin Skywalker, con la muerte de un niño en el segundo ataque del tiburón de Spielberg, y es el efecto que persigue un film de influencia sobre el de Friedkin, estrenado cinco años antes: El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968). 

Basada en un caso de exorcismo realizado en 1949, El exorcista es una novela publicada en 1971 por William Peter Blatty, quien asimismo se encargó de la producción y del guión en la adaptación cinematográfica de Friedkin y fue clave para alejar a Marlon Brando de liderar el elenco. En la etapa de preproducción, Friedkin no fue la primera opción. Warner Bros lamentó la negativa de Stanley Kubrick para dirigir la película al no poder producirla, además de molesto por las polémicas internas que mantenía con la empresa alrededor de su Naranja Mecánica de 1971. Por otra parte, el director trabajaba día y noche en un ambicioso proyecto sobre Napoleón Bonaparte. (En 1975 estrenaría Barry Lyndon con Warner).

El exorcista cuenta varias historias que rodean a un mismo proceso: la Fe. Una de éstas es sobre el martirio y vindica una analogía entre el de la niña Regan MacNeil al estar poseída y el de Jesucristo en su crucifixión según la Biblia. La niña en su cama y Cristo en la cruz. Regan insulta y lanza explícitas maldiciones a sus exorcistas, mientras hay quienes han afirmado que Jesucristo lo hizo ante sus torturadores.


Otra historia comienza antes, en las ruinas de Hatra (Iraq). Se presenta al arqueólogo Merrin (Max von Sydow) tras una apertura que incluye un plano general y un travelling con decenas de excavadores en su tarea. Luego, en un plano admirable se proyecta bajo el sol un primer conflicto: el encuentro de Merrin con una estatua del demonio Pazuzu. Luego vendrá la ciudad de Washington y el paso a la gélida y profunda noche, a la que se le suma la determinante llegada de un personaje clave: el párroco Damien Karras (Jason Miller) con su conflicto personal, en crisis de fe por su madre enferma. El espectador atenderá la presentación de Regan, quien tras jugar con la Ouija atraerá al Mal. Su madre, la actriz Chris MacNeil (Ellen Burstyn), recurrirá a varios especialistas científicos y racionales para tratar a su hija hasta llegar a un único camino posible: la teología. Friedkin con su cámara y Blatty desde el guión no tienen apuro en construir con éxito un clima, al presentar conflictos que se entrelazan con el regreso al film de Merrin, quien además de ser arqueólogo es un sacerdote con experiencia en exorcismos. Desde el clásico e icónico plano de Merrin en la puerta de la casa de la niña ante la luz que surge detrás de la ventana de la habitación influenciado por “El imperio de las luces”, de René Magritte, que lo vincula con el previo encuentro con Pazuzu, se cierra un círculo y termina un acto. No queda más que progresión dramática y terrorífica.

El mayor acierto de El exorcista es que cumple con la premisa de generar un genuino sentimiento de terror en el espectador sin jamás dejar de lado el entretenimiento. Friedkin siempre supo que su mayor mérito era el de exponer una presencia, el Mal, y hacerlo el principal protagonista. Para su creación halló buenos aliados: la historia, el guión y los consejos de Blatty, un elenco a la altura (Linda Blair, Max von Sydow, Ellen Burstyn, Jason Miller, Lee J. Cobb) y talento en los trabajos de fotografía (Owen Roizman), maquillaje (Dick Smith), efectos especiales (Marcel Vercoutere) y la música de Jack Nitzsche y Mike Oldfield.

En los últimos años, el cine de terror ha sufrido más vilipendio que parodia; años en los que una saga como Saw (2003-2010) ha tenido cierto éxito y mucho peor, provocado la aparición de otras nefastas, caso de Hostel (2005-2011), se han realizado remakes innecesarias y una película discreta como La cabaña del terror (Drew Goddard, 2012) ha sido proclamada como una gran heredera del género. Hay que ver y volver a ver El exorcista por su condición ceremonial, por su celosa composición de atmósfera y por su auténtico carácter refundacional del género: logros que comparte con películas categóricas como El bebé de Rosemary, La noche de los muertos vivientes, El resplandor, La cosa, Mulholland Drive y Exterminio.

  
Dirección: William Friedkin. Guión y producción: William Peter Blatty. Fotografía: Owen Roizman. Efectos especiales: Marcel Vercoutere. Maquillaje: Dick Smith. Música: Jack Nitzsche y Mike Oldfield. Elenco: Linda Blair, Max von Sydow, Jason Miller, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb. 132 minutos (edición del director). 1973.






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