El film expone una desintegración. Con excesos, Aronofsky trabaja nuevamente el desarrollo del personaje -como lo hizo en The Wrestler, con un Mickey Rourke destacado- utilizando ciertos juegos y modismos que le conocimos en aquel debut auspicioso en Cannes por los años noventa, con su obra en blanco y negro Pi.
Black Swan va del blanco al negro. La trama ubica a la bailarina Nina Sayers en su afán de representar al Cisne en la célebre obra El lago de los Cisnes. La actriz Natalie Portman la interpreta, en su papel más destacado hasta el momento, superando su recordado rol de niña en El Perfecto Asesino, de Luc Besson.
Portman atrae con su labor protagónica del personaje atormentado en la carne, en el martirio. Frágil por fuera, hirviente in crescendo por dentro. New York y su Subway la acompañan junto al abúlico profesor Thomas Leroy (con un Vincent Cassel de labor apagada) y un alter-ego palpable, y por momentos lúcido, interpretado por Mila Kunis (That 70’s Show). Allí se constituye un triángulo que más allá de sugerir no culmina en su aporte a la trama, especialmente por Thomas, quien le aconseja a Nina que se suelte, que se toque para así llegar a su “liberación”. Y poco más. El personaje de Beth MacIntyre (Winona Ryder) no llena el ojo como la veterana bailarina rechazada por Thomas. No se justifica su presencia.
Psicología, flagelo y tormenta expone la lente de Aronofsky para su justificación desde el personaje principal. El film por momentos deambula bajo la bandera a media asta de lo abstracto, la que en su lenguaje audiovisual intenta representar un “rescate”, de esencia similar a aquellos innecesarios poemas de panfleto que André Breton dedicara al célebre bailarín ruso Vaslav Nijinsky cuando el Surrealismo yacía en el declive y el ruso era un cadáver exquisito; la imagen y el suplicio. Asimismo, en Black Swan esto es un abuso de recurso.
La relación madre-hija es otro punto que no pasa desapercibido. Quizá un desarrollo utilizando más trama disponible a través del guión presentado (a cargo de Mark Heyman, Andrés Heinz y John McLaughlin, quienes avalan la frase ‘tres son multitud’) pudo fortalecer al film. La patología puede pasar del rastro en el cuerpo, la aparición de heridas a flor de piel, a noches conociendo nuevos chicos. Y la posesión: la madre que deja su verdadera pasión por su hija, por un embarazo, por tenerla. Erica (Barbara Hershey) es una presencia determinante en el desarrollo de Nina, y si lo resumimos en una imagen queda expuesta en la infantil decoración de su cuarto y asimismo en su médium de comunicación. Al ver a la postre el tratamiento metalingüístico de la relación, se explicita: Aronofsky no es Buñuel ni Lynch.
Lo que Aronofsky sí comprendió fue filmar la danza, y allí salió a buen puerto, en filmar el proceso de transformación Odette-Odile. Especialmente en la secuencia final, la que puede conmover al espectador. La melodía de Tchaikovsky (adaptada por Clint Mansell) le dio una buena mano, como es de suponer. Otro mérito: la dirección de arte de David Stein. De lo mejor del film, el logro de la lente en ciertas escenas cuando no se cae en la repetición de recursos, como por ejemplo en la danza “de performance” y en la particular –y freudiana- escena de los retratos y pinturas “móviles” realizados por la madre de Nina.
El Cisne Blanco culmina en El Cisne Negro, y viceversa; en la invasión total, la imagen de sueño tras la perfección. El arte pagándose a sí mismo como único precio y sacrificio. El viaje logra bellas imágenes con claro mérito de Aronofsky, pero un tibio manejo de la trama y excesos en el guión, junto con la falta de construcción de estructura de personajes claves, hace que el viaje sea en buena parte parsimonioso, con corriente en contra. Sin embargo, el Cisne se mueve.
Dirección: Darren Aronofsky
Guión: Mark Heyman, Andrés Heinz y John McLaughlin
Cinematografía: Mathieu Libatique
Reparto: Natalie Portman, Vincent Cassel, Mila Kunis, Barbara Hershey
108 minutos
Fox Searchlight
Trailer:
M. Dávalos.-