Hacía unas doce noches que no descansaba bajo un techo. Los días se sucedían y me encontraban afilando mis garras en troncos de palmeras, en ruedas de automóviles y hasta en el cuerpo de una comadreja muerta. Los focos de las calles y tres bares se sucedieron mientras pataleaba. Pocas veces logré ingresar a un bar: las luces de neón, mostradores vacíos, inútiles boletas de sorteos, puchos y olor a orín, aquellas ocasiones no mío, sino humano, fue lo poco que vi allí dentro.
Habré orinado seis veces en aquellas primeras noches cuando noté que comenzaba a sufrir una obstrucción renal. Por cinco noches soporté; y una de esas madrugadas logré un destartalado container verde de basura, al cual no tenía pensado ingresar, y observé, no con poco desdén, en derredor: un batallón de hormigas negras, el esqueleto de un cochecito de bebé, dos profilácticos de humanoides usados y cerrados en nudo, el envoltorio vacío de unas galletitas “Chiquilín”, una mancuerna quebrada en la mitad y un esbelto billete de quinientos pesos. En ese momento me urgió el deseo de poder orinar sobre ese papel. No lo logré: el cuerpo iba a un kilómetro por hora y la mente a ciento sesenta. Nada que hacer.
Continué mi rumbo. Si era errante, no lo sabía. Me sentía seco y aún estaba lejos de ciertos techos, donde reino luego de un sin fin de batallas campales, partos y hasta balazos a quemarropa. En fin, marchaba.
La vuelta era difícil. Me echaba sobre calles desiertas y ningún perro aparecía en el paisaje. Cerca, canciones tropicales se sucedían de un bajo balcón, y decidí con inmediatez reanudar mi camino. Llegué a una esquina, la cual le tengo aprecio: tiene dos palmeras, gemelas. Al afilarme las garras, me sentí más liviano. Un repentino afloje de mi obstrucción, placer.
No olía bien, estaba sucio. Al dejar atrás las palmeras, me sorprendió la muerte de una imagen física: una de mis amantes, la negra gata Maracaná (de la cual aquí confieso que a otros gatos les comentaba que ciertas noches ella era un “Maracanazo”, y que siempre caía rendida bajo mi barbilla gris), yacía exprimida, lisa, a un costado del pavimento. La había matado un automóvil. Era tuerta hacía año y medio, buena en los techos y claraboyas, jovial y de rico aroma. Pero todo era pasado. Una nueva derrota, bajo el sol naciente. De inmediato se me cruzó una frase: antes que el diablo lo sepa, yo estaré vivo.
Encontré fuerzas para trepar un breve olmo, salté y llegué a una casa amiga, que en verano dejan espacio abierto entre las rejas. Me colé e intenté llegar a su baño, a una llave de luz. Los gatos vemos en la oscuridad, pero en aquel momento estaba harto de ver. Luego, con cautela, la manija del bidet, despacio y en silencio, y el agüita comenzó a emanar. Sentí una apertura en mi corazón. Como dije anteriormente, me sentía seco. Pero las ganas de orinar se encontraban todavía lejos. La agüita corría y me ubiqué, con mis genitales sobre ella, y algo comenzó a subirme hacia la zona ocular. Pensé en colirio y en mi rostro en una fotografía. A orillas del bidet me senté y lloré.
En aquel momento no rememoré los buenos momentos con Maracaná, amante destrozada a unos tantos metros de distancia, sobre la calle, ya en el olvido. “Te odio. Me dejas solo, con otras”, fue una frase que le regalé dos veces. Luego de una hora de catarsis en el bidet, le hice una despedida más digna: salí, la tomé con mi boca, la arrastré y la enterré al costado de una plaza, no tanto por su imagen, sino más bien por mis hijos no reconocidos que ella se encargó de parir, por la versatilidad de su cuerpo bajo el mío, y finalmente por mí, siempre cantando bajito.
À bientôt,
Rémy Duroc.-
* Extraído de “Primera de las siete vidas”.
1 comentario:
ME PARECE EXTRAORDINARIO.
SUBLIME.
Casi me ha emocionado (sin casi)
Mi aplauso y mi admiración.
Saludos.
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