lunes, 11 de marzo de 2013

Amour, de Michael Haneke


  
Amour, más allá de apreciarla por su calidad como película, bien puede ser vista como una maqueta perfecta, a la manera de las planificaciones constructivas del naturalista Émile Zola previas a las ejecuciones de sus clásicas novelas. Su arquitectura, su celoso diseño, expone dos personajes centrales (Anne y Georges) y uno en constante expansión: el apartamento, que representa movimiento y no quietud. Se pueden enumerar con los dedos de una mano las escenas fuera del apartamento: un recital en el teatro, un viaje en ómnibus, una pesadilla. 

Michael Haneke vuelve a lograr una película con un lúcido tratamiento de interiores, dando protagonismo, entre luces y sombras, a cada rincón del lugar hasta con el recurso de planos fijos sin Anne y Georges: la ausencia ante la inevitable presencia, el paso del tiempo impertérrito ante los ojos del espectador. Aquí la mayor herencia de Robert Bresson en el cine del director austríaco, con el ejemplo de Amour: "Crear no es deformar o inventar personas o cosas. Es establecer relaciones entre nuevas personas y cosas que existen y tal como existen (Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, 1975)". Este es el tiempo establecido por Haneke. Desde esta alineación del artificio cinematográfico se aprecia su oficio y ojo crítico, especialmente apreciable en sus películas mejor logradas y con mayores lecturas artístico-políticas: El tiempo del lobo (2003), Caché (2005) y La cinta blanca (2009). Lecturas de rigor de la implosión de un apocalipsis, de los retazos del conflicto Francia-Argelia bajo la influencia de Alfred Hitchcock en la narración, y del escenario previo a la llegada de la Primera Guerra Mundial y del ulterior nazismo en un pueblo de Alemania. 


La historia de Amour es simple, tierna, devastadora y real. La anciana Anne (Emmanuelle Riva) sufre una obstrucción en la carótida que le deja paralizada su parte derecha del cuerpo. A su lado, siempre firme, su esposo Georges (Jean-Louis Trintignant): la baña, le cambia los pañales, la viste y alimenta. El director plantea el conflicto sin necesidad de recurrir a flashbacks de la vida de la pareja en busca de un pasado más alentador, de una juventud compartida que contraste con la situación actual -de hecho, los personajes jóvenes de la película son tercos, grises y apáticos, mientras el color y la ternura surgen de la pareja de veteranos-, sino que apuesta a su economía en exponer climas, como el caso de una escena en la que Anne interrumpe su almuerzo para mirar un viejo álbum de fotos y adjetivar lo que cree como vida. Esta escena asimismo confirma que las categóricas actuaciones de los experimentados Trintignant y Riva son fundamentales para el acierto de Haneke con su cámara al lograr, a través de sus miradas, enlazarlos entre sí y con los objetos que los rodean (nuevamente Bresson). 

Hay dos escenas relevantes en la película, ambas con la presencia de uno de los intrusos en el apartamento, centro de la historia de amor entre Anne y Georges: una paloma. Su importancia es claramente diferenciada por el metraje; pero en la segunda escena el símbolo logra la imagen más poderosa del film más allá de cualquiera que exponga el pesar de la enfermedad de Anne, al representar ese amor por el que Haneke, en su humanidad y no solo como cineasta, apuesta. Un amor que dentro de sus límites, ya sean altas paredes, pesadumbre física o enfermedad, siempre buscará su vuelo y amparo. Un amor fiel y anticipador, como todo aquel que se aferra a la vida con uñas y dientes ante la proximidad de la muerte invasora.


Dirección y guión: Michael Haneke. Fotografía: Darius Khondji. Montaje: Nadine Muse y Monika Willi. Elenco: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud. 127 minutos. 2012.


Tráiler: 

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