
Argo es un thriller político con un preciso apoyo de la técnica documental para narrar una historia basada en hechos reales y no solo una tolerable recreación de época. El libro Maestro del disfraz (1999), de Tony Méndez, y el artículo El gran escape, del periodista Joshuah Bearman publicado en la revista Wired en 2007, son sus fuentes directas para el relato del rescate de Irán de seis empleados de la embajada estadounidense en 1980.
El ensamble
ficción-documental es oportuno en el comienzo de la narración:
desde la cartografía de Medio Oriente e Irán, para dar paso a
imágenes que ilustran el conflicto, acompañando la voz en off: en
la década de los años cincuenta, el gobernante Mossadegh llegó
democráticamente al poder, nacionalizó el petróleo y lideró una
política estatal que Estados Unidos no compartía. Ergo, en 1953 la
CIA pergeñó un golpe de estado para derrocarlo y, con la ayuda de
la oposición, colocó en su lugar al sha Reza Pahlevi: un dictador
que ejerció un mandato plagado de excesos en su vida opulenta,
injusticias sociales y represión sobre su pueblo. En 1979 la
revolución iraní lo derrocó y en su lugar colocó al Ayatolá
Jomeini. El sha huyó y se exilió en Estados Unidos, bajo la
presidencia de Jimmy Carter, y la situación entre ambos países se
agravó: los iraníes pedían su regreso para juzgarlo por sus
crímenes, pero el pedido no encontró respuesta.
Ante tal polvorín en
puerta en Irán, Argo
deja atrás el prólogo para contar su historia central: la insólita
idea de un agente de la CIA para extraer del país a seis empleados
de la embajada estadounidense en Teherán, que en noviembre de 1979
escaparon de la toma de la sede diplomática que mantuvo a 52
rehenes cautivos durante 444 días. Es correcta la dirección de Ben
Affleck en la escena de la toma del edificio: primero, por el aumento
de tensión con el recurso de la cámara en mano para retratar la
manifestación iraní con el apoyo de la precisa fotografía de
Rodrigo Prieto para recrear imágenes que dieron la vuelta al mundo
en los diarios internacionales en 1979 —ver
las fotografías en los créditos finales—;
y segundo, por no ocultar lo que ocurría dentro de las paredes de la
embajada: al ser inminente el ingreso de la turba, los empleados
corren y gritan “quemen todo, todos los documentos... ¡Traigan el
triturador!”. La preocupación radica en los secretos y las
operaciones que se esconden al pueblo iraní.
Entonces, los seis
empleados escapan y se refugian en la casa de Ken Taylor (Victor
Garber), embajador de Canadá. Recién aquí se presenta al
protagonista: Tony Méndez, un agente de la CIA interpretado por
Affleck en su mejor actuación hasta la fecha. Su pesadumbre es
creíble a lo largo de la película, aunque a priori no lo parece su
idea para liberar a los seis compatriotas, ante la imposibilidad de
una invasión militar: la creación y producción de “Argo”, una
ficticia película de ciencia ficción típica de Hollywood al estilo
Star Wars
—éxito
mundial por aquel entonces—,
y así ingresar a Irán con el permiso de filmar en sus áridas
locaciones para finalmente llegar a los seis cautivos y hacerlos
pasar por trabajadores de la película de nacionalidad canadiense.
Aquí aparecen dos aciertos de la película: primero, el tratamiento
del histórico vínculo entre la CIA y Hollywood —ya
visto en Mentiras
que matan
(Barry Levinson, 1997)—; y luego
la elección de los actores John Goodman y Alan Arkin: el primero,
interpretando al maquillador y “socio” de la CIA John Chambers
—ganador
del premio Oscar en 1969 por su trabajo en El
Planeta de los Simios—,
y el segundo en el rol del decadente productor Lester Siegel. Las
escenas que ambos comparten, que son varias afortunadamente, se
distinguen y, además, sirven para descomprimir la carga del thriller
con toques de comedia y parodia al sistema de Hollywood.


Este es el principal
logro de Argo:
Affleck no se conforma únicamente con abarcar un conflicto histórico
real con exceso de patriotismo estadounidense, sino que, en el
desarrollo de las aristas del argumento, matiza otras variables
narrativas para solventar su dirección. Affleck revela al espectador
la ampliación de una farsa: la creación y llegada a Irán de la
falsa productora de cine Studio Six, que en su momento la creyeron la
prensa estadounidense, reconocidos cineastas que le enviaron sus
proyectos, y hasta las autoridades de Irán. Y asimismo es positiva
su decisión de preferir el relato dirigido a un héroe cansino y
artífice de una acción pacífica por
sobre el de glorificar a la CIA, organización que, cabe recordar,
fue decisiva en el comienzo del violento conflicto.
Argo
es un nuevo paso hacia adelante de un joven director que sabe
utilizar influencias de otros cineastas para encontrar su propia voz.
En su primera película, Desapareció
una noche (2005),
se aprecia la del Clint Eastwood de Río
Místico
(2003) desde la narración y desarrollo del guión sobre personajes
hasta el retrato de toda una comunidad; en su segunda, Atracción
peligrosa
(2010), la del Michael Mann de Fuego
contra fuego
(1995) para filmar y hacer creíble un policial con la tensión y
acción entre los miembros de una banda de delincuentes y sus
espectaculares robos a bancos; y en Argo
es clara la presencia de John Frankenheimer (The
Manchurian Candidate,
1962), Costa-Gavras (Z,
1969) y Steven Spielberg (Munich,
2005) en el modo de dirigir un consistente thriller político. Y no
menos importante: en
este film,
Affleck deja manifiesto, siguiendo las palabras de Juan-Luc Godard,
que hizo cine sobre cine, una película que de forma explícita
resulta un documental sobre su propio rodaje.
Dirección: Ben Affleck. Guión: Chris Terrio. Fotografía: Rodrigo Prieto. Música: Alexandre Desplat. Elenco: Ben Affleck, Alan Arkin, John Goodman, Bryan Cranston, Victor Garber. Duración: 120 minutos. Warner Bros. 2012.
Dirección: Ben Affleck. Guión: Chris Terrio. Fotografía: Rodrigo Prieto. Música: Alexandre Desplat. Elenco: Ben Affleck, Alan Arkin, John Goodman, Bryan Cranston, Victor Garber. Duración: 120 minutos. Warner Bros. 2012.
Crítica publicada en ACCU (30/10/2012)