lunes, 25 de mayo de 2009

"Remo y su loba"






Acá en Roma te encantarían sus fuentes. Yo sé cuánto te gustan. Las moscas aquí tienen más que dos colores; las rojas y las negras son las más comunes de ver. No sabés cómo se las ingenian para posarse encima de los helados de los niños descuidados.


No sabés lo desnudas que son las noches de domingo aquí, cuando comienza mayo, cerca del Stadio Olímpico, al ver todas las motos que llegan como si fueran abejas a su colmena. A mí me duele cuando con un simple silbato el árbitro dictamina el final de la reunión. Cómo me gustaría que vieras en persona cómo se va la gente, cómo se van las motos.


Hay muchas bufandas en Roma; el otro día vi dos enlazadas, una a la otra, cuando subía la escalinata del Campidoglio. Me detengo en los leones y pocas veces miro a los colosos hermanos sólo por la razón de que ellos nunca pueden estar separados, como nosotros. Si supieras lo que significa quedarte sin yerba en la Piazza Colonna bajo la estatua de San Pablo, y pensando en Marco Aurelio, que tanto te gusta.


Deambulo frente al Coliseo y pienso en vos, en las bufandas, en el remoto café con leche tibio antes de imaginarte partir a la escuela. Su silencio me lo permite, al menos a la hora que lo visito. No se ve a sí mismo como un monumento de vanidad. Cuando lo enfrento, comprendo mejor que cualquier clase de historia: los pollice verso de las vestales, de las últimas plegarias de niños frente a los leones y tigres, el olor a quemado.


Hace unos días vi a Dios como lo vi allá; esta vez lo vi en un almacén. Era difuso, niño, pecoso y tenía una manzana roja en su mano. Roja como las bufandas de Roma. Lo reconocí cuando colocó la fruta en el asiento de la moto de un carabiniere, que sin verlo encendía un cigarrillo. A propósito estoy fumando unos muy baratos que le compro a un turco en su quiosco.


Pero en Roma también hay que luchar, hay que vivir sin dejar ser vivido. Aquí somos tantos los gladiadores que día a día luchamos con leones, tigres y hasta con jirafas, como vos lo hacés allá. Por las noches, cuando vuelvo a casa al doblar ciertas esquinas, veo las calles repletas de espejos tirados, como adoquines de las angostas calles de la Ciudad Vieja que, como ellos, miran hacia el cielo buscando algo que no es un simple reflejo.


Se puede vivir en Roma, pero todos somos tan iguales y tan distintos; todos; Roma, Montevideo. Aquí los artistas son como escobas que barren la mugre sin buscar alfombras; sus palas son su único contacto con la basura.


En estas noches de mayo, cuando todas las ventanas están abiertas, hasta las de las hospitales, se pueden escuchar un sin fin de plegarias. No sé por qué te cuento esto, Remo, la verdad es que no lo sé. Quizá porque estamos lejos, pero el lápiz se me cae de la mano pateándome los dedos, protestando, diciéndome que estamos más cerca que antes, de una manera que me cuesta entender. Enlazados, como las bufandas en la escalinata del Campidoglio.


Al menos una vez por mes, sin siquiera planificarlo, visito la Capilla Sixtina. Siempre me aparece tu presencia allí, al estar de pie mirando hacia todos lados como lo haría un cíclope si tuviera dos ojos. Pero no aparecés cuando veo las maravillas de Miguel Ángel, sino que lo hacés cuando cierro los ojos y la huelo profundamente.


Y qué te puedo decir del hoy, de este tres de mayo, cuando hace un ratito, esta mañana, me bajé del ómnibus de golpe en el Arco de Constantino. Viajaba de pie, tomada de la baranda del ómnibus lleno y me quejaba de tener mi motito en el taller de Piero, un amigo fanático de mis canelones caseros a quien le explico que así es el nombre de un departamento de nuestro país (Anche é una provincia, Piero, una provincia!). Cuando hago le llevo algunos que siempre se enfrían en el camino. Y le va tomar mate. Al principio pensé que era de atento pero ya son varios los días que lo he visto con la lengua verde como si fuera la cola de un dragón. ¡Oh, dragones! Deja que te cuente esto..., y al pasar por el arco (quod instinctu divinatis) creí haber visto otras dos bufandas abrazadas en la cima del arco. En Roma, como en Montevideo, es malo ubicarse en la mitad del ómnibus lleno, a no ser a vos que tanto te gusta estar sentado en el pasillo y oler a las chicas como si fueran flores del Rosedal del Prado. Atropellando viejos y niñas busqué bajar, y lo primero que me vino a la mente fueron los guardas que acá no están, que no puedo chistarles, que no me dan con sus miradas un último adiós al bajar. A medida que me acercaba al arco vi unos japoneses con sus diminutas cámaras fotográficas y pensé, por suerte, en el verdadero nombre de esta ciudad. Seguí mi curiosidad y noté que no eran bufandas, sino que eran dos dragones rojos que por la fuerza de su abrazo simplemente desaparecieron con la rapidez del parpadear de mis ojos. Pero mirá que no me puse nada mal, ya que cerca del arco hay un muro que trepé buscando sombra de uno de los árboles, donde sentada tomé este lápiz para escribirte esta carta y con un pedazo de baldosa rota tracé tu nombre en su tronco, seguramente mientras las estatuas inferiores del arco desviaban sus miradas de los lentes de las diminutas cámaras.





M. Dávalos.-





Arco de Constantino, Roma.





Publicado en Revista Freeway.

Mayo 2009.


Relato incluído en "Circo".




5 comentarios:

Sergio dijo...

Impecable. Este relato está publicado en algún libro?

Anónimo dijo...

Muy buen relato . Excelente me encanto

Saludos
Joshua :)

El Viejo Godofredo dijo...

Querido, un placer leerlo en lugares más públicos. Me alegro de que su pluma salga a caminar. Espero que su Circo ande pronto por la ciudad.
Abrazo

Cabezón dijo...

Dos plumas, la del gato Duroc y ahora la de Dávalos. Buenas imagenes en el cuentito. No tiene nada que ver pero esta ciudad me recordó a Cortázar y su "Instrucciones para matar hormigas en Roma".

DaliaNegra dijo...

Es hermoso***