Un versátil frontman, que en sus años mozos vestía tan sólo shorts negros sobre el escenario y odiosos tatuajes, por aquellos tiempos de tenue parecido físico con el arquero paraguayo José Luis Chilavert (circa 1997), una vez dijo algo así: “Si una bandera blanca significa rendición, entonces una negra representa la anarquía, la lucha”.
Luego de ver un sin fin de dibujitos e historietas con dichos personajes respetables, llegaba ese momento crucial: cuando se rendían y aparecía la bandera blanca, el maldito símbolo, sobre ellos ya convertidos en escombros me dije a mí mismo ¡basta, viejo! Y así era la trama, el día a día. Tomar nuevamente el lápiz y meterlos nuevamente en la historia, dejando el episodio de la rendición, de la entrega del personaje en el olvido y en miles de chocolatadas del otro lado del artefacto, para retomarlo en la inmediata como disponible proximidad. De Looney Tunes, nómbrenlos a todos que no se salva uno. Así actúa la férrea vanidad de estos creadores de dicho terreno. Eximo de este párrafo al personaje Kenny de South Park y no por simpatía, despecho o alcahuetería.
Siempre ver a un grotesco ratón marrón y hasta con un enano espadachín a su lado ganándolas siempre y el viejo gato descolorido y gastado sufrir, o al ratón azul raquítico riéndose de la pena y derrota del gato negro que terminaba por explotar o ser rebanado, torturado de las más viles maneras frente a la sonrisa de humanoides de piel amarilla frente a su televisión, me hizo reflexionar y plantear lo siguiente: ¡Basta de vender espejitos sin colores a nuestras expensas! Rémy Duroc es uno de los veintisiete gatos de este mundo que tienen el temple y dedicación para enfrentar unas teclas y con demora, olores y piedritas sanitarias que nunca están.
En ocasiones, se me ha puntualizado que mi opinión sobre la bandera negra y mi temperamento encuentran su nacimiento, desarrollo y muerte en el período entre 1935 y 1941, bajo el indómito sol de Barcelona y sobre la colina madre de Toledo. Hacia ellos, no me queda más que dales la “derecha”, como les gusta. Que todo el resto les parezca sanata. Y otros, perros ellos (o sea, humanos), van más allá, afirmando que en realidad mi bandera negra es en realidad blanca pero negra de mugre, y que como “felino” muevo las piezas para quedar bien parado. La verdad es que poco y nada debe importar todo esto que estoy diciendo o afirmando, ya que en sí es más importante este pedazo de trapo, estandarte de las garras del drama tragicómico, que el propio felino que la lleva a su lado. Asimismo, aclaro que esta declaración no es un grito de nada ni un caballito de batalla camuflado.
Tengo más amigos perros que gatos. Seamos francos, los gatos, entre nosotros nos odiamos. Quizá en esto seamos más caritativos que los humanos, sin imitarlos y dejándoles a ellos errar finalmente el disparo. Hago gala que tengo dos grandes amigos, ovejeros alemanes ellos, padre e hijo, nacidos de una atroz crianza en una tapera de Tala, back in 2004. De su fiel amistad me di cuenta hace poco tiempo, cuando luego de una turbia noche en Montevideo, sobre la pequeña herradura de la playa “no habilitada”, frente al nuevo Liceo Francés, allí donde hay una barra de hierro que nadie parece notar, donde los humanos, con empeño pueden desarrollar espalda o fortalecer el tórax, les comenté, con espinas de pez en mi estómago, embriagado de mar y anhelo de amanecer, una cita de Jean Cocteau que casi me hizo perderlos de inmediato o que quisieran comerme de un mordisco, que dice: «Prefiero los gatos a los perros porque no hay gatos policías».
Para mi sorpresa, callaron, me lamieron el perfil y se echaron sobre la tibia arena, mirándome a los ojos. Nunca habrá con qué darle a esas fieles miradas. Nuevamente, como quizá estas palabras las lean la susceptibilidad humana, no tengo nada contra los policías. Los que así lo crean se enfrentan a una falacia (Y sí…, soy un felino que sabe escribir, decir y hasta ejemplificar esta palabra de las mil maneras), ya que les tengo tanta estima como la que les tienen los ovejeros de manto negro que se echan en las plazas céntricas, en las canchas de fútbol, con sus bozales en la boca, o sino, para hablar mal y pronto, continuando y para los que no se convenzan, que se manejen. Siguen las aclaraciones, que con el correr del tiempo, desaparecerán.
No me caen El Gato con Botas, todos los gatos del film Entre perros y gatos, ni Suertudo (de la serie Alf). Todo gato que no lo represente hasta sus últimas consecuencias. En cambio Chatrán, ese sí me cae, tanto que si lo tuviera enfrente le tiraría un arañazo al aire, pero ni los huesos quedan del pobre, tan sólo el recuerdo de su paso por el celuloide. Don Gato y su pandilla, al ser callejeros por derecho propio, siempre contarán con mi fiel cariño.
Es fama que la leyenda urbana en ciertos puntos del mundo nos juega una mala pasada mientras en otras ciudades nos tratan como ídolos. En ello no hay término medio. Eso siempre me atrajo. A veces nos tratan de afeminados o lo peor es cuando se nos señala simplemente como “indiferentes”, para expresar lo mismo. Este punto me resulta bastante gracioso, ya que hablando por mí, por todos, casi siempre escribo (con la bizarra dificultad de mis almohadillas sobre las teclas) luego de mis queridos cinco “quickies” por madrugada con la (s) gata (s) de turno. O sea, escribo al amanecer, generalmente cuando ustedes llegan al final del sueño que nunca recordarán al despertar, cuando ahí se convierte en allí, cuando salen a sus quehaceres laborales, o simplemente a vivir, recién ahí pienso en escribir algo. Pero todo esto importa poco y nada a la gente de la aquiescente sala de redacción, que lo sube cuando gusta y como yo guste.
Un filósofo alemán, quien como nadie supo bailar en el vino, embriagado y quizá sin siquiera haberlo probado, y que gran parte del vulgo entendió lo que le convino sobre su obra, escribió: «El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre: una cuerda sobre un abismo [...] La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso». A lo que voy es a lo siguiente: mi puente es diferente. Es entre yo y algunos de ustedes. Esto que quede claro de arranque. Este puente antes de ser construido se llenó de dinamita, de extremo a extremo, y yo tengo la llave para volarlo cuando guste. Lo que espero (en el sentido más felino como oscuro) es que cuando decida volarlo, no encontrar a varios de ustedes cruzándolo. Eso sería trágico, como dicen, ya que debajo no hay río ni asfalto. Está la nada. Pero del otro lado sí habrá algo; será un gato blanco, de lomo y barbilla gris, marchando con su bandera negra, solo, que alterará su paso para rascarse sus pulgas, sus genitales, o para correr a gata se le cruce por delante.
À bientôt,
Rémy Duroc.-
(Extraído de “Tercera de las siete vidas”).
* Agradezco el permiso de dicha sala de redacción en darme cabida en este espacio luego de ganarme con creces el derecho de piso (que de paso más de una vez se los dejé orinado).
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